No sé en qué parte de la cadena alimenticia los hombres entendieron que a nosotros nos gustan los piropos. A mi se me paran las tetas pero no del deseo sino de la rabia.
Odio los piropos callejeros. Son invasivos, denigrantes, deshonrosos, degradantes, vergonzosos. No me gustan los requiebros de los obreros que hemos terminado por pintarlos con un aura de folclor y de ternura como si no fueran en el fondo un insulto. Odio también los de los compañeros de oficina, traspapelados en AZ y en archivos de Excel y mucho menos me aguanto los requiebros de los jefes en un claro acoso laboral.
Que a toda mujer le gusta sentirse alabada puede ser cierto, pero por las personas correctas en las circunstancias ideales y no en la calle, mientras uno se protege de la lluvia y los ladrones. Porque una cosa es que la persona que uno ama o por lo menos le gusta, nos diga que le encanta el nuevo corte de pelo, o que tenemos ojos lindos a que nos digan por la calle, “ricura” o “mamita deliciosa”.
Y es que además de burdos, los piropos callejeros suelen ridículos en extremo: Angelitos que se caen del cielo, si como caminas cocinas, más apretada que tornillo de submarino, quiero ver esos zapatos al borde de mi cama. A qué persona en estado natural se le puede ocurrir que a una mujer, sin importar edad ni condición, le pueda gustar oír una estupidez de ese tamaño.
Señores, antes de abrir la boca para decir barbaridades, piensen que ustedes mismos tienen o tuvieron madre o tienen, tuvieron o tendrán hijas, que algún día tendrán que caminar por alguna calle…