Hace algún tiempo estaba yo desesperada con el caos bogotano. Los trancones, los pitos, el humo, los peligros, los vendedores ambulantes, las llamadas que no llegan y por supuesto, yo mirándome al espejo. Como un viejito con EPOC, decidí cambiar de aire. Busque en internet y encontré un plan barato. El eje cafetero fue el destino escogido.
Viajar en bus no ha sido mi felicidad, pero me arriesgué, primero porque me pareció una experiencia diferente y segundo porque aún sobraba mucho mes para lo que tenía de salario. Era un bus cómodo, pero la idea de pasar un largo tiempo en carretera, me asustaba. Sin embargo me acomodé. Cogí ventana y el tiempo empezó a pasar, mientras afuera llovía. No soy de las que hablo con cualquiera y me maman los tipos o las viejas que me intentan montar conversación. El sueño me venció.
Pasado un tiempo, no sé cuánto, me despertaron mis propias babas. El tipo de la ventana del frente no pudo aguantar la risa. Le dedique la peor de mis miradas. Volvió a reír. En medio de la oscuridad intuí que no era feo. Con una pequeña seña me invitó a limpiarme la baba que me colgaba del mentón. Me dio pena, pero dije gracias. Y así empezamos a hablar. De fútbol, de la vida, de libros. Y me hizo reír. Reír mucho. Yo, una experta en chistes malos, fui una presa fácil. No sé cuanto tiempo pasó, pero la barriga aún me duele. La madrugada nos descubrió por la ventana de ese bus riendo a carcajadas.
Y una cosa llevó a la otra. De la risa a la ropa, de la ropa a la cama, de la cama a los sudores, de los sudores al gemido y de los gemidos al cansancio. Hoy, cuando el aroma del café recién hecho se cuela por la ventana de la bella finca cafetera, lo veo en la almohada y no recuerdo ya su nombre. Lo único que sé es que me hizo reír con ganas. Y eso fue suficiente.
Si mi padre viviera, no estaría muy contento, pero como siempre la risa seria el mejor remedio para todo.