Otro de mis amores no tuvo tanta anticipación como el primero. Ese no fue tan esperado. No tuvo la misma ilusión, pero tampoco tuvo el mismo desenlace. No le siguieron otros besos, ni miradas ni nada. Pudo ser una decepción total de no ser porque fue justo lo que andaba buscando.
Él no era de mi grupo de amigos, era un ser extraño a quien hace rato veía, pero poco le hablaba. No sabía cómo acercármele. Me gustaba y mucho: era de piel, ojos y cabellos claros. De esos que debieron ser muy lindos de niños, pero que la adolescencia los vuelve toscos y vulgares porque no saben qué hacer con tanta atención y quieren deshacerse de ella. Yo no podía dejar de mirarlo, me hubiera podido parar en la cabeza para que se fijara en mí.
Armaba rutas en la bicicleta o en los patines, para pasar con mis amigos junto al parque donde él jugaba fútbol o bajaba como loco en patineta por las rampas de minusválidos. Nunca se fijó en mí. O por lo menos eso creía. Muy seguramente sabía de mi existencia y decidió sacarle un buen provecho. Menos mal.
Un día bajó hasta el lugar donde mi grupo de amigos se reunía. Venía sólo. Creo que fue en el 96, tal vez en agosto. Por esos años aún era un mes de lluvia en el Caribe.Recuerdo la humedad en mi respiración alterada. No sé cómo terminamos hablando en la puerta de un edificio. No sé qué me dijo, ni qué le dije. Sólo recuerdo que me apretó contra la pared y me dio un beso agitado, excitante y libre.
Libre. Eso fue lo mejor. No volvimos a hablar. No había necesidad de hacerlo porque no había nada más que buscar ahí. Era sólo la liberación de la tensión sexual y emocional. No era un noviazgo o un amor eterno lo que quería. Era un beso que me hiciera sentir. Un placer sencillo que me eché al bolsillo esa noche y que aún guardo como un tesoro que me recuerda lo que soy y lo que quiero.
Durante muchos años miré hacia atrás y pensé en ese momento como aquél en el que se habían aprovechado de mí. Un pensamiento aprendido en el que las mujeres somos receptoras pasivas de los hombres, pero que distaba de mi realidad.
Un episodio parecido se repitió años después en la universidad y me dio la certeza de que la mayoría de veces yo he sido dueña de mis actos y de los besos que he dado.