Para qué negarlo. Nos gustan las cosas fáciles, la ley del menor esfuerzo es lo nuestro porque nos gana el miedo y la pereza. Dormimos en una sola posición con tal de no tener que tender la cama al otro día, le echamos la culpa a los demás antes que asumir lo que nos toca y preferimos sentir frío en la mañana que cambiar la ropa que alistamos la noche anterior pensando en el calor del mediodía.
Al menor inconveniente salimos corriendo porque es más fácil huir que poner la cara, que dar la lucha, que buscarle una solución a las apuros y creemos que desahogarnos es lo mismo que des-sogarnos. Rompemos vínculos, quemamos las naves, dejamos el café servido, inventamos excusas, soltamos las cuerdas y nos hacemos las locas. Y es que además somos descaradas porque nos morimos antes de dar un paso atrás, de aceptar que la embarramos porque tenemos alma de pelota jonronera o de insulto callejero que cuando sale disparada ya no puede regresar. Para nosotras las cosas se acaban cuando acaban y para volver a comenzar necesitamos que los otros revivan el Mar Muerto y crucen a nado el Mar Caribe.
Sin embargo todo sería más fácil si nos complicáramos un poco, si entendiéramos que para sacarle el jugo a la vida, debemos por lo menos separar las pepas. Y es que no se trata de llenarnos la vida de problemas sino de luchar por los indicados, por los que tocan, por los que nos han sido dados. En mi caso, muchas de las grandes oportunidades las he dejado ir, bien por orgullo, bien por bobada, bien por pereza y cuando he querido dar marcha atrás ya ha sido lo suficientemente tarde.
Por eso hoy he decidido complicarme la vida. Tal vez sea el primer paso para cambiarla y ser feliz…