El colegio no fue mi fuerte. Porque es que hay gente a la que le va mal en el colegio, y luego hay gente como yo. De la que saca masters en cada curso, de la que le gusta tanto que lo repiten una o dos veces.
Afortunadamente, mis desastres académicos murieron el día que –finalmente—me gradué de bachillerato.
Pero igual para qué negarlo. Puede que nunca haya aprendido mucha trigonometría, química o filosofía, pero cuando se trata de la formación personal, mis últimos años en el colegio fueron fundamentales para convertirme en la mujer que soy hoy en día – para bien o para mal.
Durante esos años, como la mayoría de las mujeres, me enamoré por primera vez. Y fue entonces cuando aprendí (a punta de muchas lágrimas y sufrimiento) que ningún amor, por temprano o tarde que llegue a nuestra vida, se debe subestimar. Que el impacto de esas relaciones tempranas o bien nos enseña y nos fortalece, o nos debilita y daña emocionalmente para siempre.
De esos amores tempranos aprendí que el primer amor de cualquier mujer deber ser siempre ella misma, y no otra persona. Porque es durante esos años donde nuestra autoestima es tan vulnerable e inestable como nuestras hormonas, y una relación mal llevada puede causar daños irreparables.
Si a mis diecisiete años hubiera sabido lo que hoy en día sé a mis treinta y cuatro, cuántas lágrimas no me habría ahorrado y cuántas cosas no habría hecho diferente. Si hoy pudiera tener una conversación con esa niña insegura y despechada, le diría que le dé tiempo al tiempo; que recuerde que el valor propio viene de lo que se lleva por dentro y no de lo que los demás ven en ella; que el amor cuando duele tanto, es innecesario, y que el camino es todavía muy largo y aunque el primer amor jamás se olvida, siempre habrá espacio para volver amar.